sábado, 30 de julio de 2011

LA ENREDADERA







Durante un tiempo notamos la preocupación de mamá por la enredadera que plantó y que no parecía crecer. Le habían asegurado que las enredaderas crecían mucho y adornaban las paredes de una forma especial. Mamá la había plantado en una gran maceta y se veía ridícula la diminuta plantita en un tiesto de tan grandes dimensiones.
Se quedó allí, un poco abandonada de todos, en el rincón del patio del edificio de vecinos. Mi madre siguió regándola, pero sin muchas esperanzas de que creciera.
Al cabo de un tiempo comenzamos a observar que sus tallos eran más largos, sus hojas más anchas. ¡Al fin estaba creciendo! Mamá se puso muy contenta, porque a pesar de que le habíamos dicho que no se molestara más con aquella planta, ella continuó cuidándola y suministrándole su ración de agua como a todas las demás.
Los jóvenes nos fuimos marchando de aquel piso. Papá y mamá seguían allí, los visitábamos frecuentemente. Sobre todo yo que no tenía residencia fija y mantenía casi todas mis pertenencias en la casa familiar.
Cuando salía al patio y regaba las plantas le prestaba mayor atención a la enredadera. ¡Había crecido tanto! Y nosotros que pensábamos…
Se convirtió en una gigantesca enredadera, sus tallos trepaban por las paredes, cerca de las terrazas; ya habían alcanzado el segundo piso, además de haber rodeado todas las paredes del patio, con ayuda de mamá que en un principio condujo los tallos a su antojo. Ahora trepaban hacia arriba de una manera increíble.
Había una vecina en el octavo que se quejaba por todo y aseguró que, cuando llegara aquella horrible planta a su terraza, no pasaría de allí porque ella se encargaría de cortarla.
Todo le molestaba a la pobre señora Concha, tan joven y tan gruñona.
Últimamente no había de qué quejarse: los vecinos eran excelentes personas que no importunaban a nadie. Pero mira por donde la señora Concha estaba buscando pelea y encontró un buen pretexto en la molestia que le pudiera ocasionar la planta.
Y eso que tardaría bastantes años en llegar al octavo, si es que llegaba.
Además, no parecía que fuera ninguna molestia: a los vecinos que había sobrepasado, por el contrario, les gustaba.
Pasaron los años, muchos años…
Mis padres habían envejecido, los sobrinos que quince o veinte años atrás gritaban o jugaban en el patio los fines de semana ya no venían por aquí.
La enredadera seguía creciendo, desde abajo yo no podía calcular bien a qué piso llegaba.
Se experimentaba una extraña sensación viendo el desarrollo de la planta. ¿Cuál sería su fin?
La pobre maceta se quedó pequeña, a pesar de sus grandes dimensiones.
Los largos, resistentes y flexibles tallos de la enredadera habían alcanzado gran longitud.
La señora Concha envejecía y seguía tan cascarrabias; se preparaba para cortar la planta que en pocos años llegaría a la altura de su vivienda. Se le llenaba la cara de satisfacción al ver que al fin podría podarla, era una señora inaguantable. Envejeció como todos nosotros y las piernas empezaron a fallarle, también la vista.
Mamá y papá dejaron el piso y desde hacía unos años era yo quien lo visitaba, el edificio estaba muy abandonado. Solo vivía gente mayor que no podía mudarse a pisos o apartamentos nuevos. ¡La ciudad se había hecho tan grande! Las nuevas viviendas eran mucho más confortables y las familias jóvenes las preferían a las antiguas, como es lógico.
Casi todas las semanas pasaba por nuestra vivienda para regar los tiestos, dejar algunos objetos y llevarme otros.
Un día estaba regando las plantas en el patio y escuché un grito aterrador, era muy temprano. Miré hacia arriba y vi grandes llamaradas en las viviendas altas, en el interior. Era fuego y se había propagado a varios pisos.
Salí del edificio y comprobé que el fuego se extendía solo por las terrazas del interior. Entré de nuevo, pulsé el timbre de alarma y subí a nuestra casa, a toda prisa.
Llamé por teléfono a los bomberos y volví al patio para gritar: ¡Fuego, es fuego!
Los bomberos y otros cuerpos de rescate llegaron rápidamente, duró unas horas la evacuación.
Se hizo el recuento de vecinos y nos dimos cuenta de que faltaba la señora Concha. Estaba inválida y venía una chica a cuidarla, pero sólo unas horas al día y no todos los días.
Se pensó en los posibles accesos hasta su vivienda; era inútil, no había forma de entrar.
En ese momento recordé que algunas veces, muchos años atrás, los vecinitos del tercero aprovechaban la ausencia de sus padres y bajaban hasta el segundo piso, a casa de sus primos, deslizándose por la enredadera.
Les dije a algunos bomberos que me acompañaran, que tal vez se podría subir trepando por la enredadera que había en la pared de los patios interiores.
En el patio probaron si la enredadera aguantaba el peso de una persona; la planta respondió bien a las pruebas de los agentes. Uno de los bomberos subió rápidamente por ella.
Desde el piso octavo el bombero tiró varias cuerdas, aseguró bien a la señora Concha y entre unos cuantos hombres la bajaron despacito hasta pisar tierra firme. La señora había arrastrado su cuerpo hasta la cocina aturdida y llena de miedo, pero gracias a eso se pudo llevar a cabo con más prisa su rescate. Una vez salvada, salimos corriendo de allí.
Llegaron más refuerzos, fue una larga jornada.
El edificio quedó hecho una lástima, tanto el interior como el exterior acabó negro, destrozado.
Se logró extinguir el fuego y salvar algunos objetos personales, sobre todo de los pisos más bajos. El fuego acabó, pero la rehabilitación del inmueble resultaba muy costosa. A los vecinos nos dieron viviendas en otro edificio, éramos pocos, algunos ancianos se alegraron. La mayoría salió beneficiada con el cambio.
El edificio fue derribado unos meses después y con él yo pensé que quedaba enterrada entre los escombros la vieja y útil enredadera.



Han pasado treinta años, eso parece lo único cierto; en cuanto al resto del relato, casi todo es ficción: la señora Concha nunca existió, no hubo ningún incendio. Los padres de aquella familia murieron, la madre hace ya tantos años… el piso se vendió al poco tiempo de morir ella y cada miembro de la familia continuó viviendo en otros lugares, nacieron más nietos, murió el padre.
La única que queda como testigo del paso de aquella familia por allí es la enredadera: testigo de nuestras correrías de niños, de nuestras risas, de aquel ambiente familiar pendiente de salir adelante; cuando llegaban los reyes, si nos compraban algo, jugábamos en el patio por un doble motivo: los niños por el placer de disfrutar con el juguete y los padres por el orgullo de haberlo podido comprar.
Han transcurrido treinta años y el único ser vivo que ha quedado en la vivienda de aquella etapa que pasamos junto a nuestros padres ha sido la enredadera.








M. Godúver




1 comentario:

viky frias dijo...

Es curioso cómo la literatura –el pensamiento- se adelanta a situaciones que viviremos luego: un incendio ficticio que experimentamos más tarde, un resto del pasado que encontramos en el futuro, alguien denostado que acaba siendo pieza clave en nuestra historia.
Por otra parte, estando aquí tan indefensos, no conviene hacer juicios demasiado rápidos o demasiado tajantes: quién sabe si esa enredadera que odiamos (un amigo impertinente, un familiar pesado, una visita inoportuna, un cura fanático, un vecino anticuado…) no acabará salvándonos la vida.