La condesita era una niña con
unos preciosos ojos y miraba sorprendida a todo cuanto aparecía a su alrededor.
Pero se encontraba aislada frente a ese mundo maravilloso que veía. Miraba
horas y horas a través de las ventanas, de las ventanas fijas y de las ventanas
móviles, para ver aquel exterior tan
apetecible al que salía tan pocas veces. Se sentía atrapada entre los muros de
la vivienda que la acogía, en el coche que la transportaba al colegio, en los
aviones que la habían llevado a visitar otros países.
Observaba el universo desde los
lugares que se le habían asignado. Un mundo que no podía conocer de otra manera
y le daba vueltas y vueltas a esta idea. La realidad se le presentaba como
mágica, de la que no podía disfrutar. Se sentía limitada en esa sociedad a la
que pertenecía. Y lo pensó en varias
ocasiones.
Una mañana se despertó, desayunó
con sus padres. Sus padres le dijeron que tenían que salir unos meses de viaje
y habían decidido que ella no los acompañaría esta vez y que la trasladarían a la finca donde vivía la abuela. Se quedó un
poco triste porque no los vería durante el tiempo que estuvieran lejos. Dos
días más tarde la llevaron junto a su abuela, se despidieron y se marcharon
dejándola allí, en la vivienda que
tenían en el campo.
La condesita se quedó con la
abuela y los trabajadores al servicio de
aquella inmensa mansión. Los primeros días transcurrieron como otro día
cualquiera cuando estaba de vacaciones, pues era verano. Una de las tardes que
miraba por la ventana vio a niños y a niñas jugando por los alrededores. Y,
como su abuela le había dicho que saldría a visitar a una de sus amigas,
aprovechó la ocasión para salir de la casa, atravesó el jardín y caminó hasta llegar
junto al grupo de niños que había visto algunas veces desde el interior de la
vivienda. Se acercó a ellos y les preguntó sus nombres, les dijo el suyo. Una
vez presentados los componentes del grupo la invitaron a que se uniera a ellos
para jugar y se dio cuenta de que había sido admitida, excepto por uno de los
muchachos. Tuvo que esperar hasta que una de las chicas intercediera por ella
diciendo que era otra amiga y que la tenían que dejar jugar.
Reían, saltaban, corrían y se
entretenían de manera divertida; de forma algo diferente a como jugaba con sus compañeras del colegio.
Elegían los juegos sin demasiado orden: saltaban o se escondían y alguien iba a
buscar a los demás, algunas veces corrían unos tras otros… se reían, se
empujaban, se enfadaban y hacían las paces e incluso se abrazaban entre ellos
de una manera desenfadada y sin ñoñerías.
Se dio cuenta de que tenía que
regresar a casa y les dijo que volvería otro día. Le contestaron que estaban
encantados, que podía jugar con ellos cuando quisiera.
Se encontraba tan emocionada que
solo pensaba en lo que había vivido, en su habitación se miraba a sí misma y a
todo lo que tenía a su alrededor. Recordó lo bien que se lo había pasado sin
necesidad de utilizar tantos juguetes, comprobó que aquellos nuevos amigos salían al campo a
divertirse y se lo pasaban muy bien. Estaba un poco preocupada porque le sería
difícil volver a salir fuera sin antes habérselo contado a su abuela y tendría que pedirle permiso para poder repetir la experiencia.
Cuando llegó una de las señoras
del servicio a su habitación para llamarla, pues la cena estaba servida, le
contó que había salido al campo y que había estado jugando con los niños y niñas que
veía desde su ventana. La criada le preguntó que si no conocía a esos muchachos
y ella le dijo que antes no, pero que ahora eran sus amigos. La señora sonrió
porque dos de aquellos chicos eran su hijo y su hija y, los otros, los hijos e hijas de algunos de los labradores
de aquellas tierras.
-¿Vuestros hijos? –preguntó sorprendida
porque ella se acababa de enterar.
-Sí, nosotros vivimos en esa
casita de ahí y los otros en aquellas que se ven un poco más lejos, los
chiquillos salen a divertirse todos los días, puedes unirte a ellos, pídele permiso
a tu abuela, seguro que aceptará.
Se lo contó a su abuela y, aunque
le dijo que tendría que habérselo dicho antes y se enfadó un poco; no obstante,
la abuela pensó que su nieta era tan traviesa como había sido ella de pequeña y
le dio permiso para poder salir unas horas al día con sus nuevos amigos.
Al día siguiente, al ver que la pequeña se alejaba para reunirse con los amigos sonrío con ternura, comprendía
que los cuentos que ella le contaba mientras la sentaba sobre su regazo ya no
eran suficiente, que la pequeña estaba creciendo.
A partir de aquella tarde salió
todos los días a entretenerse con sus amigos, le enseñaban otro tipo de juegos
y la llevaron a lugares que ella no conocía, aunque formaran parte de las
tierras del condado. Le mostraron algunos animales que ella había visto en los libros, le explicaban como se
reproducían, incluso pudo asistir al nacimiento de algunos cachorros. Le
hablaban de las plantas y de las flores de aquellos parajes. Le explicaban que
cuando salen muchas hormigas en fila y van cargadas hasta su guarida era porque
llovería o habría tormenta. Observaba que la relación con algunos animales era
diferente a la que había visto en la ciudad. Y se bañaban en el río, en una
parte acotada del río para chapuzarse en el agua.
Simpatizó especialmente con los hijos
de los guardeses, los que vivían más cerca de la vivienda de la finca, sobre
todo con la niña que era de su misma edad. Pudo comprobar que algunas de las
chicas que viven en el campo comparten con los chicos juegos que ella
consideraba de chicos. Su amiga la puso al corriente de todos los que vivían
por allí, hablaba y hablaba sin parar. Siempre le estaba contando historias de
aquellas gentes, de sus costumbres.
También supo de las necesidades que
pasaban algunos campesinos pobres porque no había prosperado la siembra por
falta de agua y habían visto mermada la cosecha prevista. De las enfermedades
que padecían los habitantes de aquellas tierras y de su poca oportunidad para
sanar por falta de personal especializado. Conoció a algunos niños y niñas que
no iban a la escuela porque tenían que ayudar a sus padres desde muy temprana
edad. Vio trabajar a algunas mujeres que no descansaban casi nunca y también vio a algunos hombres que se reunían
en la plaza del pueblo o en la taberna después de la faena.
A lo largo de unos años, durante
las vacaciones, compartió algunas horas al día con aquellos niños que vivían
cerca de su gran casa de campo porque los padres de aquellos chavales
trabajaban para su familia. Todo este tiempo vivido junto a aquellas gentes fue
de vital importancia en su niñez y adolescencia y le ayudaría a actuar en la
vida de manera distinta a como tenía que haberse comportado por su condición
social.
Y así, la condesita conoció a
aquellas personas humildes que también formaban parte de su existencia.
Pasaron los años, terminó sus estudios
y, desde su profesión, no dejó de denunciar injusticias y trabajar para
conseguir un mundo más igualitario. Pues todas esas temporadas que vivió junto a
aquel grupo de chavales fueron un recuerdo inolvidable.