-No vengo, ¡oh Ambrosio!, a ninguna cosa de las que has dicho, respondió Marcela, sino a volver por mí misma, y a dar a entender cuán fuera de razón van todos aquellos que de sus penas y de la muerte de Crisóstomo me culpan; y así, ruego a todos los que aquí estáis, me estéis atentos, que no será menester mucho tiempo ni gastar muchas palabras para persuadir una verdad a los discretos. Hízome el cielo, según vosotros decís, hermosa y de tal manera, que, sin ser poderosos a otra cosa, a que me améis os mueve mi hermosura; y, aun queréis que esté yo obligada a amaros. Yo conozco, con el natural entendimiento que Dios me ha dado, que todo lo hermoso es amable; mas no alcanzo que por razón de ser amado esté obligado lo que es amado por hermoso, a amar a quien le ama. Y más, que podría acontecer que el amador de lo hermoso fuera feo, y siendo lo feo digno de ser aborrecido, cae muy mal el decir: “Quiérote por hermosa, hasme de amar aunque sea feo”. Pero puesto caso que corran igualmente las hermosuras, no por eso han de correr iguales los deseos, que no todas hermosuras enamoran, que algunas alegran la vida y no rinden la voluntad. Que si todas las bellezas enamorasen y rindiesen, sería un andar las voluntades confusas y descaminadas, sin saber en cual habrían de parar; porque, siendo infinitos los sujetos hermosos, infinitos habían de ser los deseos; y según yo he oído decir, el verdadero amor no se divide, y ha de ser voluntario y no forzoso. Siendo esto así, como yo creo que lo es, ¿por qué queréis que rinda mi voluntad por fuerza, obligada no más de que decís que me queréis bien? Si no, decidme: ¿si como el cielo me hizo hermosa, me hiciera fea, fuera justo que me quejara de vosotros porque no me amábades? Cuanto más que habéis de considerar que yo no escogí la hermosura que tengo, que, tal cual es, el cielo me la dio de gracia, sin yo pedilla ni escogella. Y así como la víbora no merece ser culpada por la ponzoña que tiene, puesto que con ella mata, por habérsela dado naturaleza, tampoco yo merezco ser reprendida por ser hermosa, que la hermosura en la mujer honesta es como el fuego apartado o como la espada aguda, que ni él quema ni ella corta a quien a ellos no se acerca. La honra y las virtudes son adornos del alma, sin las cuales el cuerpo, aunque lo sea, no debe de parecer hermoso. Pues si la honestidad es una de las virtudes que al cuerpo y al alma más adornan y hermosean, ¿por qué la ha de perder la que es amada por hermosa, por corresponder a la intención de aquel que por sólo su gusto con todas sus fuerzas e industrias procura que la pierda? Yo nací libre, y para poder vivir libre, escogí la soledad de los campos. Los árboles destas montañas son mi compañía, las claras aguas destos arroyos mis espejos, con los árboles y con las aguas comunico mis pensamientos y hermosura. Fuego soy apartado, y espada puesta lejos. A los que he enamorado con la vista, he desengañado con las palabras. Y si los deseos se sustentan con esperanzas, no habiendo yo dado alguna a Crisóstomo, ni a otro alguno, en fin de ninguno dellos bien se puede decir que antes le mató su porfía que mi crueldad. Y si se me hace cargo que eran honestos sus pensamientos, y que por esto estaba obligada a corresponder a ellos, digo que cuando en este mismo lugar donde ahora se cava su sepultura me descubrió la bondad de su intención, le dije yo que la mía era vivir en perpetua soledad, y de que sola la tierra gozase el fruto de mi recogimiento y los despojos de mi hermosura; y si él, con todo este desengaño, quiso porfiar contra la esperanza y navegar contra el viento, ¿qué mucho que se anegase en la mitad del golfo de su desatino? Si yo le entretuviera, fuera falsa; si le contestara, hiciera contra mi mejor intención y prosupuesto. Porfió desengañado, desesperó sin ser aborrecido; mirad ahora si será razón que de su pena se me dé a mí la culpa. Quéjese el engañado, desespérese aquel a quien le faltaron las prometidas esperanzas, confíese el que yo llamare, ufánese el que yo admitiere; pero no me llame cruel ni homicida aquel a quien yo no prometo, engaño, llamo ni admito. El cielo aun hasta ahora no ha querido que yo ame por destino; y el pensar que tengo de amar por elección, es excusado. Este general desengaño sirva a cada uno de los que me solicitan, de su particular provecho; y entiéndase de aquí adelante que si alguno por mí muriere no muere de celoso ni desdichado, porque “quien a nadie quiere a ninguno debe dar celos”, que los desengaños no se han de tomar en cuenta de desdenes. El que me llama fiera y basilisco déjeme como cosa perjudicial y mala; el que me llama ingrata no me sirva; el que desconocida, no me conozca; quien cruel, no me siga; que esta fiera, este basilisco, esta ingrata, esta cruel y esta desconocida, ni los buscará, servirá, conocerá ni seguirá en ninguna manera. Que si a Crisóstomo mató su impaciencia y arrojado deseo, ¿por qué se ha de culpar mi honesto proceder y recato? Si yo conservo mi limpieza con la compañía de los árboles, ¿por qué ha de querer que la pierda el que quiere que la tenga con los hombres? Yo, como sabéis, tengo riquezas propias y no codicio las ajenas. Tengo libre condición, y no gusto de sujetarme; ni quiero ni aborrezco a nadie; no engaño a éste, ni solicito a aquél, ni burlo con uno, ni me entretengo con el otro. La conversación honesta de las zagalas destas aldeas y el cuidado de mis cabras me entretiene. Tienen mis deseos por término estas montañas, y si de aquí salen, es a contemplar la hermosura del cielo, pasos con que camina el alma a su morada primera.
Y en diciendo esto, sin querer oír respuesta alguna, volvió las espaldas, y se entró por lo más cerrado de un monte que allí cerca estaba, dejando admirados, tanto de su discreción como de su hermosura, a todos los que allí estaban.
CERVANTES SAAVEDRA, Miguel de; El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha, edición IV centenario, Astrana Marín, Luis (pr.), Madrid, Ediciones Castilla, 1967, LII+1986 pp., págs.: 103-105.
Y en diciendo esto, sin querer oír respuesta alguna, volvió las espaldas, y se entró por lo más cerrado de un monte que allí cerca estaba, dejando admirados, tanto de su discreción como de su hermosura, a todos los que allí estaban.
CERVANTES SAAVEDRA, Miguel de; El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha, edición IV centenario, Astrana Marín, Luis (pr.), Madrid, Ediciones Castilla, 1967, LII+1986 pp., págs.: 103-105.
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