¿Existe una relación causal entre pornografía y violencia?
Raquel Osborne
Introducción
“De hecho, no existen en verdad pruebas contundentes acerca de que el contacto con la pornografía ‘cause’ de forma directa actos específicos de violencia contra las mujeres”, comentaba un reputado sociólogo en 1984 refiriéndose a “La Comisión sobre obscenidad y pornografía”, convocada por el Congreso de los EEUU. Cuando en 1970 publicó ésta su informe, fruto de tres años de trabajo, se desató una gran polémica por el tipo de resultados presentados y por las medidas escasamente restrictivas que recomendaba (1). La Comisión fue tachada de liberal por sus detractores, generalmente fuerzas conservadoras, a las que posteriormente se añadirían sectores importantes del movimiento feminista. Consideradas insuficientes –el informe fue sólo un primer paso, como reconoció la propia Comisión, aunque importante- y, al decir de algunos, poco científicas las investigaciones realizadas, nuevos estudios intentaron llevar a cabo la tarea que, según estas opiniones, la Comisión no efectuó: la de demostrar una relación causal entre la pornografía y los delitos sexuales.
Las posturas en torno a la pornografía se polarizan entre los que consideran que dicha relación está demostrada “científicamente” y los que niegan tal demostración. Obviamente, las consecuencias en cuanto a la política a seguir serán muy diferentes para unos y otros. En este artículo intentaremos dibujar las líneas maestras por las que ha discurrido esta polémica, que por supuesto aún no se ha cerrado. El punto de referencia obligado para tratar nuestro asunto viene dado por la mencionada Comisión, los resultados de cuyas investigaciones no han sido invalidados hasta el presente, al menos en lo que a las ciencias sociales se refiere. Políticamente sí ha perdido buena parte de la influencia que ejerció en la década de los setenta en una Norteamérica liberal y permisiva, sobre todo tras la publicación en 1987 del informe de la Comisión Meese. Convocada por Reagan y de talante ultraconservador, las conclusiones de esta última –alcanzadas por medio del uso de una metodología más que dudosa, e impregnadas de prejuicios-, sí apuntan a la existencia de un vínculo causal entre pornografía y actos de violencia contra las mujeres (2).
Tras presentar someramente el origen, las investigaciones y los resultados de la Comisión norteamericana de 1970, nos referimos a la polémica por entonces planteada sobre el caso de Dinamarca, que hizo correr ríos de tinta. Las conclusiones de los trabajos realizados por Berl Kutchinsky, avalados por la Comisión, fueron discutidas desde posiciones conservadoras, cuyos representantes –ante la creencia, extendida tras la publicación del informe citado, de que una liberalización de la pornografía podía conducir a un descenso en el número de los delitos sexuales-, pretendieron probar la tesis contraria.
También estudiaremos la investigación que, bajo los auspicios de la ya citada Comisión, realizaron M. S. Goldstein y H. S. Kant sobre la posible relación entre el consumo de pornografía y la conducta antisocial de un grupo de violadores, que fue uno de los primeros estudios serios que se centraron directamente en los violadores y la posible influencia de la pornografía en su actividad delictiva.
A continuación analizaremos la frecuencia con que desde diversos sectores se insiste en la utilización de datos poco relevantes o poco fiables –los que el informe Williams (3) de anecdóticos- para sostener sus afirmaciones. Con todo, estos datos y los asertos con que acostumbran a ir acompañados suelen tener un gran impacto en la opinión pública.
En el apartado siguiente se comentarán los resultados de los nuevos experimentos de laboratorio, un tipo de investigación que sólo fue tangencialmente realizado por la Comisión sobre la pornografía. Muchas feministas consideraron que tales experimentos colmaban sus expectativas ya que, según ellas, confirmaban sus análisis teóricos sobre la relación directa entre pornografía y agresiones a las mujeres. Sin embargo, los propios autores de los mismos son bastante más cautelosos a la hora de delimitar su alcance. Por su lado, otro sector de feministas, en franco desacuerdo con la política antipornografía de sus correligionarios, no deja de interpretar los resultados como interesantes y merecedores de ser tenidos en cuenta, si bien por distintas razones que los grupos anteriormente mencionados.
En casi todos los planteamientos que hacen hincapié en los supuestos efectos antisociales y agresivos que la pornografía provoca en los varones, subyace un modelo conductista de tipo imitativo que responde al motto de “cuanto más ves, más haces”. Su opuesto vendría a ser lo que se ha dado en llamar “modelo catártico”, que considera a la pornografía como una válvula de escape de energías que, de otro modo, podrían resultar perjudiciales socialmente hablando. Por nuestra parte, insistiremos en acentuar la pluricausalidad del fenómeno de las agresiones sexuales, entendiendo ciertas representaciones sexuales agresivas presentadas por la pornografía más como un síntoma que como una causa de la violencia contra las mujeres, provocada esta última por una mentalidad que desprecia, teme o se encoleriza con la mujer, o que, simplemente, y con un carácter más general, no la considera una igual.
La Comisión sobre la pornografía: la relación causal no demostrada
La transformación de los mores sexuales ejemplificada por la denominada revolución sexual de los años sesenta, que hizo tambalearse algunos de los fundamentos sobre los que se asentaban las rígidas posturas en torno a la sexualidad que hasta entonces habían regido la vida de los norteamericanos, provocó un intenso debate sobre la extensión y mayor explicitación sexual de la pornografía, así como sobre sus posibles efectos. Dichos debates representaban principalmente una redefinición de los límites de la moral sexual así como los intentos de los sectores más tradicionalistas de imponer su particular moralidad sobre otras posiciones emergentes en una sociedad pluralista y de costumbres cambiantes.
Las campañas de agitación llevadas a cabo por los sectores más conservadores movieron al Congreso de los EEUU a considerar el asunto como de “interés nacional”. Se pensó que al Gobierno Federal le concernía “la responsabilidad de investigar la gravedad de la situación y de determinar si los materiales pornográficos eran perjudiciales para el público, y en particular, para los niños, y si acaso métodos más efectivos deberían ser dispuestos para controlar la circulación de tales materiales”. Para este fin, el Congreso estableció la mencionada Comisión, cuyo propósito consistía en que, “tras un detenido estudio que incluiría un examen de la relación causal de dichos materiales con conductas antisociales, recomendaría… medios para hacer frente de manera efectiva al tráfico de obscenidad y pornografía”.(4)
El Congreso estableció como tarea prioritaria el estudio del efecto de la obscenidad y la pornografía sobre el público, en particular sobre los menores, así como su relación con el crimen y cualquier otra conducta antisocial. A tal fin se diseñarían las investigaciones pertinentes que pudieran determinar la influencia, si la hubiere, en la conducta antisocial y delitos sexuales de las personas, así como en la delincuencia juvenil.
Tras la presentación del informe final, al desacuerdo presidencial(5) se sumó una resolución condenatoria por parte del Congreso. Con todo, y aun cuando oficialmente no se siguieron las recomendaciones de la Comisión, un informe de ese tipo tiene el suficiente peso como para influir enormemente en lo que pueden constituir a partir de entonces las directrices a seguir en el asunto de que se trate, en este caso la pornografía. Sus detractores lo sabían muy bien y no han descansado hasta lograr ver una nueva Comisión, esta vez bajo los auspicios de Reagan –la llamada Comisión Meese- cuyos resultados, contrarios a los anteriores, por fin les han convencido.
Entre muchas de las cuestiones analizadas por la Comisión de Nixon, destaca el examen de tres grandes apartados: la incidencia de la pornografía en las ofensas sexuales cometidas a escala nacional, además del caso especial de Dinamarca, estudiado también por la Comisión; la diferencia que pudiera existir entre delincuentes sexuales y el resto de la población en cuanto a la cantidad y forma de utilización de la pornografía; y las actitudes y comportamientos de personas expuestas a este material en situaciones experimentales de laboratorio. Los métodos de investigación empleados incluían encuestas de opinión que preguntaban a la gente que recordara su contacto con la pornografía y que se refiriera a su conducta sexual y a sus actitudes al respecto; comparaciones entre delincuentes sexuales y grupos equivalentes (matched groups) de no delincuentes en relación a su uso de la pornografía; y experimentos controlados en los que a voluntarios, generalmente estudiantes de universidad o parejas casadas, se les pedía que examinaran con detenimiento libros y/o películas eróticas por períodos que iban desde una hora de sesión hasta sesiones diarias de 90 minutos durante tres semanas(6).
¿Cuáles fueron algunos de los resultados a los que llegó la Comisión?
a) No se encontró un consenso en la opinión de los encuestados sobre cuáles eran los efectos de ver o leer materiales explícitamente sexuales. En consecuencia, no se recomendaba la imposición de prohibiciones legales al derecho de los adultos de leer o ver publicaciones de este tipo.
b) En general, las pautas ya establecidas de conducta sexual se manifestaron como muy estables y no susceptibles de alteración por el contacto con la pornografía. En el caso de que se siguiera alguna actividad sexual tras verla o leerla, se interpretaba como una activación temporal de las pautas de conducta sexual preestablecidas en el individudo.
c) Los jóvenes, delincuentes o no, habían tenido un contacto similar con la pornografía; es decir, que la pornografía no era un factor causante de la delincuencia juvenil. En el caso de los adultos, los estudios indicaban que los delincuentes sexuales habían tenido, en forma significativa, un menor contacto con materiales eróticos que la población adulta en general.
d) Los delitos sexuales denunciados a la policía en Copenhague disminuyeron coincidiendo con la derogación de las leyes contra la obscenidad en Dinamarca.
e) En cuanto a los EEUU, la conclusión a la que se llegó establecía que la relación entre la cantidad de pornografía disponible y los cambios ocurridos en los delitos sexuales no probaban ni a favor ni en contra que el acceso a la pornografía condujera a la comisión de estos delitos, pero se desechó como falsa la alegación de que habían aumentado espectacularmente como consecuencia del incremento del consumo de pornografía.
La Comisión dejó claro en su informe que, aun cuando se había dado un paso importante en la investigación en este terreno, no se había hecho más que comenzar a allanar el camino de futuras re-elaboraciones o estudios que aportaran nueva luz sobre los datos ya existentes. Su conclusión más relevante, tanto por su propia importancia como por la polémica que levantó, fue la de que el vínculo causal pornografía-violencia no había sido probado: “En resumen, la investigación empírica diseñada para clarificar la cuestión no ha encontrado pruebas hasta la fecha de que el contacto con materiales explícitamente sexuales juegue un papel significativo en las causas de comportamientos delincuentes o criminales entre los jóvenes o los adultos. La Comisión no puede concluir que el contacto con materiales eróticos sea un factor en las causas del delito sexual”(7).
Como principal recomendación legal, la Comisión señalaba que la legislación no debería interferir con el derecho de los adultos que desearan leer, obtener o ver materiales explícitamente sexuales, recomendando a su vez restricciones para los menores y para la protección de aquellas personas que no manifestaran deseo alguno de contacto con la pornografía.
Por otra parte, la Comisión instaba a que se realizara un masivo esfuerzo en el terreno de la educación sexual que tendiera a considerar al sexo como una parte natural y normal de la vida y a cada persona como a un ser sexual, así como a impulsar una visión no uniforme en este terreno que permitiera un pluralismo de valores. De esta forma, la educación sexual se podría realizar por cauces legítimos, mucho más fiables y saludables que los más ilegítimos habitualmente al alcance de los jóvenes, como era la pornografía.
Si mencionamos brevemente algunas de las reacciones a estos resultados, resulta obvio que para los sectores conservadores las conclusiones resultaban atrozmente liberales: una suerte de política del laissez-faire en este terreno, que daba carta blanca a los pornógrafos y amenazaba con colapsar moralmente el país. Desde una óptica feminista militante antipornografía se rechazaron igualmente estas conclusiones por contradecir su creencia en una relación causal entre pornografía y violencia contra las mujeres.
Una postura igualmente feminista viene representada por la profesora de universidad y feminista Thelma McCormack, quien ha analizado en diversos trabajos la metodología, los logros y desaciertos de los diferentes tipos de investigaciones al uso sobre este aspecto de la cuestión que aquí estamos comentando. McCormack critica la consideración dada a ciertos valores que aparecen en la pornografía –valores machistas, donde la mujer aparece dominada, complaciente, pasiva y/o humillada- que fueron juzgados como un mero entretenimiento y como algo inofensivo, o simplemente, no tenidos en cuenta. Esta autora, al hacer entrar en liza estos criterios, se muestra en desacuerdo con la valoración de la Comisión norteamericana, puesto que señala la necesidad de atender a los efectos a largo plazo de la pornografía en las mentalidades, pero comparte la opinión de que, con los datos existentes, no se puede establecer la ecuación pornografía=agresiones contra las mujeres. Con respecto a la cuestión de la violencia en los medios de comunicación, McCormack opina que no es la contemplación de la violencia lo que comporta su imitación, sino la inseguridad de los hombres acerca de su identidad sexual, que toma la forma del miedo a la impotencia y a la homosexualidad. Esta sería la variable mediadora (intervening variable) en el caso de la posible influencia en las conductas de la violencia televisiva, variable que, si fuera tenida en cuenta, ayudaría a investigar por qué los hombres se vuelven más agresivos después de ver en las pantallas escenas de violencia(8). La atención debería centrarse, pues, en el estatus de las mujeres y en la normalización de la homosexualidad, concluye McCormack, más que en censuras a la pornografía o a la violencia en los media.
Se esté o no de acuerdo con estos dictámenes, suponen una advertencia acerca de la complejidad de analizar las investigaciones en este terreno, como tendremos ocasión de observar a lo largo de todo el presente artículo.
El caso de Dinamarca o la liberalización de la pornografía a debate
Un caso que levantó especial polémica tras la publicación del informe americano fue el de Dinamarca. Como parte de sus resultados, el informe señalaba que “estudios estadísticos de la relajación entre la disponibilidad de materiales eróticos y las tasas de delitos sexuales en Dinamarca indican que el creciente acceso a materiales explícitamente sexuales ha sido acompañado de un descenso en la incidencia de los delitos sexuales”.
A raíz de la publicación del informe se desarrolló un cierto mito popular sobre el efecto de la liberalización ocurrida en Dinamarca en la incidencia de las ofensas sexuales. Este mito se sustentaba en los trabajos iniciales de Berl Kutchinsky, del Instituto de Ciencia Criminal de Copenhague, cuyas conclusiones recogió el informe. Una vez que se publicaron con posterioridad los trabajos completos, se comprobó que el propio Kutchinsky matizaba cuidadosamente sus consideraciones primigenias.
Dinamarca fue considerada un caso digno de estudio debido a la abolición de las lees que restringían la pornografía entre los años 1967 y 1969, es decir, en un corto período de tiempo. Se pensó que el rápido cambio entre la restricción y la permisión de circulación de aquélla, facilitaba un estudio del “antes” y el “después” en relación con los delitos sexuales en unas condiciones que no se daban en otros países, en donde el incremento de pornografía había sido mucho más paulatino.
Cuatro podrían ser, en resumen, las cuestiones relevantes a destacar en la situación danesa, en función de los trabajos completos de Kutchinsky:
-ciertos “delitos sexuales” fueron despenalizados al mismo tiempo que se liberalizó la pornografía, como por ejemplo los relacionados con la homsexualidad. Si no se hubiera tenido en cuenta este factor a la hora de contabilizar los delitos finales, nos hubiéramos encontrado con un descenso espúreo de delitos, pero Kutchinsky puso el mayor cuidado para excluir de sus números cualquier “ofensa” que hubiera dejado de ser tal según la ley:
-estadísticamente, Kutchinsky controló la probabilidad de que una cierta liberalización de las leyes y de los usos y costumbres sexuales hubiera contribuido a que ciertos delitos fueran menos denunciados a la policía, llegando a la conclusión de que ciertas ofensas consideradas “menores”, como el exhibicionismo o las “indecencias físicas hacia las mujeres” (por ejemplo, el tocamiento en los tranvías) eran menos denunciadas por un cambio en la definición social de tales conductas. Aun cuando consideradas molestas y ofensivas, habían perdido su carácter de criminales, especialmente entre gente más joven que, por tanto, no las denunciaba con la misma frecuencia que antes;
- ciertos comportamientos, como los abusos sexuales a menores, experimentaron un descenso en cuanto a su denuncia a la policía durante la década de los sesenta, lo cual, según Kutchinsky, no pudo ser debido ni a un cambio de mentalidad respecto a estos delitos (lo que hubiera dado lugar a menos denuncias), ni a un cambio en las prácticas de la policía en cuanto a la aceptación de las denuncias, dado que en todas las esferas de la policía se observó que no sólo se admitían este tipo de denuncias sino que se investigaban cuidadosamente. Kutchinsky sugirió como causa de este descenso la posible influencia en las conductas de la mayor circulación y subsiguiente uso de la pornografía, fenómeno que coincidió en el tiempo con un notable descenso en este tipo de delitos (10);
-según este investigador, el mayor acceso a la pornografía no afectó a la incidencia de casos de violación, en un sentido o en otro, según se desprende tanto de las estadísticas policiales como de las elaboradas por el propio Kutchinsky, que aunque no coincidentes entre sí, no se contradicen en cuanto al resultado mencionado (11).
Con el tiempo, otro estudioso del tema, el psicólogo clínico John H. Court, comenzó a propagar la tesis contraria a la de la Comisión, sosteniendo que se podía probar estadísticamente que la libre circulación de pornografía estaba ligada a un aumento a un aumento de las ofensas sexuales. Inversamente, una restricción de la pornografía (por cualesquiera medios) producía un descenso de tales delitos. Court se centró específicamente en los delitos de violación, y en sus investigaciones se dedicó a señalar una correlación estadística significativa con estos delitos, tanto en los casos de liberalización –con una correlación positiva- como de restricción –con una correlación negativa- de la pornografía, en diferentes países (12).
Serias precauciones se deberían tomar, sin embargo, a la hora de proclamar que los estudios de correlaciones (como en este caso entre pornografía y delitos sexuales, y más específicamente violaciones) tienen validez en cuanto a su significación estadística, debido principalmente a las dificultades de mediación que concurren en este caso así como por la falacia de convertir una mera correlación estadística en una relación de causa y efecto (13).
Un problema específico a la hora de examinar las tendencias seguidas por este tipo de delitos consiste en que no hay forma de saber si la proporción no denunciada de los mismos continúa siendo constante, o si están ocurriendo fluctuaciones en la parte proporcional que no está siendo denunciada; y, por otra parte, no siempre resulta fácil precisar si cambios de actitudes, legales o incluso en la práctica policial, están contribuyendo a la frecuencia o infrecuencia de las denuncias, factores no tenidos en cuenta por Court.
La cuestión resulta todavía más complicada si se intenta hacer comparaciones internacionales al estilo de Court. Los sistemas legales varían considerablemente de país a país y las diferencias en lo que constituye un delito, e incluso el nombre que recibe, significan a menudo que los fenómenos que se comparan no son equivalentes. Por añadidura, la forma y la fiabilidad de las estadísticas criminales varían enormemente según los países. Por último, y siguiendo con el tema de las comparaciones internacionales, la observación de las estadísticas, tomadas aisladamente de los procedimientos de recogida de datos y del clima social en cada lugar, puede no hacernos tener en cuenta lo ya señalado, las fluctuaciones a la hora de denunciar estos delitos.
Una nueva fuente de dificultades se refiere a la medición del otro factor de la correlación: al alcance de la diseminación de la pornografía. Esto a su vez provoca dos problemas: uno se relaciona con la cantidad de pornografía en circulación, sobre la que por lo general se cuenta con una información poco fiable (quizás esto no ocurra así en un caso como el de Dinamarca, en el que la liberalización fue total, pero sí sucede en la mayoría de los países, puesto que casi siempre existen cortapisas legales de uno u otro tipo). El otro problema nos remite a qué tipo de literatura e imágenes serán consideradas pornográficas y qué valoración se dará a los distintos materiales en cuanto a su peligrosidad. Ello va unido a la creencia tan extendida de que cuanto más extrema la pornografía, peores son sus efectos, y de que la así llamada “blanda” conduce necesariamente a buscar la “más nociva”, la pornografía dura (14). Según todos los indicios, no resulta para nada obvio que la pornografía dura conduzca a la comisión de delitos, así como tampoco hay pruebas contundentes de que el consumo de la pornografía blanda lleve inevitablemente al consumo de la dura. Por lo tanto, es difícil medir con fiabilidad el supuesto factor causal aquí analizado.
Por otra parte, y relacionado con esto, se podría oponer algo tan simple, pero que se olvida constantemente, como que los actos criminales –de violación más específicamente en este caso- son el producto de numerosas influencias. La comisión norteamericana citaba factores tales como la clase social, las relaciones con las pandillas, las experiencias familiares, etc (15). Las feministas, por su parte, han sido las primeras en poner de manifiesto el poder que la división de los roles sexuales y los modelos de sexualidad, entre otros, adquieren como factores sociológicos relevantes a tener en cuenta para comprender ciertas actitudes masculinas hacia la mujer. De ahí que, según Wilson, “cuando se pide a los científicos sociales que midan las consecuencias de un ‘efecto’ mal conceptualizado o difícil de medir en relación con una entre varias ‘causas’ altamente relacionadas entre sí, las cuales están operando, si acaso, durante largos períodos de tiempo, tienden a descubrir que no hay relación o, como mucho, que la que hay es débil y contingente” (16).
Incluso en los casos en que pudiera observarse una fuerte correlación entre circulación de pornografía y tasa de violación, se nos previene ante la tentación de atribuir relaciones de causalidad a las correlaciones de variables. Los sociólogos Larry Baron y Murria Straus, en un estudio sobre la varianza en las tasas de violación en 50 estados de los EEUU, encontraron en un primer momento que la circulación de pornografía y la desorganización social tenían efectos positivos en las mencionadas tasas. Aun así, Baron declaraba: “Es muy plausible que los resultados reflejen las diferencias estado a estado… de una pauta de cultura machista. Tal pauta podría incluir normas y valores que promueven tanto los intereses masculinos como la involucración en la pornografía, la agresión sexual, la percepción de las mujeres como objetos y la creencia en mitos de violación. Si tal modelo de conducta machista influye de forma independiente en la compra de revistas porno y en la incidencia de la violación, la asociación original entre la circulación de este tipo de revistas y la tasa de violación sería una consecuencia de la relación con ambos fenómenos de esta pauta de conducta machista” (subrayado nuestro (17). De hecho, Baron y Straus realizaron con posterioridad un análisis adicional de sus datos por medio de la introducción de un “Índice de aprobación de la violencia” en su ecuación original y comprobaron que “la relación entre el papel de las revistas porno y la violación desapareció. Ello parece apoyar la teoría de un clima de ‘hipermasculinidad’ como soporte de los asaltos sexuales” (18).
Los estudios de M. S. Goldstein y H. S. Kant sobre los violadores y el consumo de pornografía.
Tradicionalmente, y hasta la aparición del informe norteamericano, aquellos que habían estudiado a la población que delinque sexualmente no habían prestado ninguna atención seria a la pornografía como un posible factor causal, directo o indirecto, de sus acciones. Otras influencias que habían entrado habitualmente en el análisis habían tenido que ver más bien con experiencias infantiles, débil integración social, variables culturales y otros condicionantes motivacionales y estructurales.
Fue la Comisión norteamericana la que estimuló un trabajo serio sobre este asunto, cuyos resultados recogió parcialmente el informe final, siendo posteriormente ampliados por sus autores en el libro que publicaron en 1973 (19). Su importancia reside, aparte de en su rigor, en constituir el primer intento relevante de analizar, entre otros, el fenómeno de la violación y su posible conexión con la pornografía en las personas que cometen dichas agresiones, los violadores, y en constituir uno de los pocos estudios que intentan analizar los efectos de la pornografía a largo plazo, ya que la casi totalidad de los estudios sobre efectos no trascienden el corto plazo.
Para analizar la posible influencia de la pornografía en la desviación sexual, Goldstein y Kant llevaron a cabo un estudio de incluía la comparación entre cuatro grupos: personas condenadas por delitos sexuales; aquellas conocidas por ser grandes consumidoras de pornografía; un conjunto de gays, lesbianas y transexuales; y por último, un grupo de control. Destacaremos aquí los resultados de su trabajo que nos parecen más interesantes para el tema que nos ocupa.
Se comprobó que los violadores, por lo general, habían tenido muy poco contacto con la pornografía, especialmente durante la adolescencia; igualmente, su contacto con la pornografía sadomasoquista era menor que en el caso del grupo de control, deduciéndose de ello que las ideas para cometer actos agresivos no derivaban de la pornografía.
Un rasgo diferenciador de este tipo de personas consistía en que su uso de la pornografía estaba acompañado por un sentimiento de culpa, de vergüenza y de disgusto. Su actividad sexual preferida, aun siendo adultos, descansaba en la masturbación, dado el “miedo al sexo” expresado. La utilización de la pornografía por parte del violador arrojaba un resultado atípico, teniendo más que ver con la ansiedad y la culpabilidad que con el deseo sexual propiamente dicho. Asaltado por una serie de fantasías –incluidas la violencia y el sadismo- que le perturbaban y le llevaban a realizar actos de agresión, la pornografía, con preferencia la heterosexual, sin resultarle estimulante ni catártica, le servía en sus intentos de evitar ansiedad, el asco y la culpabilidad creada por esos sentimientos parecían provocados por el miedo al sexo, a la homosexualidad y a la inadecuación a la hora de relacionarse con las mujeres.
En consonancia con estos resultados, los datos revelaron un pasado familiar muy represivo en relación con la sexualidad, en un entorno en el que no se podían mencionar temas relacionados con el sexo, y en el que si se descubría alguna vez el interés del niño o del adolescente por estos asuntos, sobrevenía una reacción altamente punitiva. Este clima de inhibición y represión se muestra acorde con lo ya expresado acerca de la información proporcionada por los violadores de no disfrutar plenamente con actividades heterosexuales y de su temor a la homosexualidad.
Por último, y como muchos otros autores comentan, los motivos que impulsan a los violadores a este tipo de conductas agresivas aparecen más bien como una respuesta a un complejo conjunto de estímulos, como pueden ser una disminución de las inhibiciones vía alcohol, un rechazo por parte de las esposas o amantes, o la asociación con grupos o bandas que favorecen estas actividades. Por lo general, el tipo de desarrollo sexual, la dificultad de acceso a una/un compañera/o sexual (generalmente obstaculizado por el miedo a la mujer o a la homosexualidad) y las actitudes y valores internos concernientes a la sexualidad determinaban el modo de expresión sexual, y no la pornografía (20).
Parece claro que una razón básica del desacuerdo de las feministas antipornografía con una investigación de este tipo reside en que el resultado se oponía al buscado por ellas: según su lógica, el violador tendría que consumir más pornografía y más dura que los demás, y este estudio sostiene lo contrario. Examinemos, no obstante, los comentarios que se recogen en el informe preparado por la ACLU –el sindicato defensor de las libertades civiles- contra los resultados de la Comisión Meese, acerca de que “nuevos estudios que miden las erecciones del pene muestran a veces a los violadores más excitados con imágenes de violación que con las actividades sexuales consensuadas, mientras que los miembros del grupo de control muestran generalmente menos excitación con las imágenes de violación”. Con todo, concluye el informe de la ACLU, “estos datos no demuestran en ningún caso que la pornografía ‘constituya la causa’ de que ciertas personas se conviertan en violadores o acosadores de niños (child molesters)” (21).
A su vez, y como sabemos, la idea de que “la pornografía es la teoría y la violación su práctica”, está muy extendida entre las féminas porque ven, no sin acierto, que la pornografía constituye una fuente importante de mitos acerca de la sexualidad femenina, entre ellos el de la relación dolor-placer; de acuerdo con el mito, la violación es presentada como algo que la mujer desea porque finalmente le produce placer.
Para muchas mujeres, la falsa información y distorsión de su sexualidad forma parte de un fenómeno más amplio de devaluación, pero conceden una especial importancia a la pornografía porque es un vehículo de transmisión de valores fácilmente accesible a casi todo el mundo, y porque resulta un enemigo más fácil de identificar y aparentemente más sencillo de combatir que los prejuicios instalados en las mentalidades, alimentados oscuramente por ramas de saber como la psiquiatría y la psicología. Sin embargo, McCormack objeta que “aunque los mitos acerca de las mujeres y su sexualidad están muy extendidos, no forman necesariamente parte de las creencias de los hombres que, ya sea impulsiva o sistemáticamente, cometen violaciones, ni tampoco constituyen la clave obligatoria para entender ese fenómeno. Los mitos sobre la violación pueden resultar anejos del síndrome del chovinismo masculino, pero en la medida que el violador es una persona que pretende justificarse a sí misma por medio del abuso sexual de las mujeres, en la medida en que la violación consiste en un acto de odio, estos hombres no necesitan el mito de que las mujeres desean ser violadas” (22).
Aunque el análisis de las feministas antipornografía resulte sugerente y a pesar de que la pornografía distorsione la sexualidad femenina –así como también la masculina-, convendría evitar simplificaciones y lecturas fáciles que achacan a las ideas transmitidas por la pornografía una importancia que no poseen, descuidando los verdaderos centros de producción de dichas ideas, ciertamente nefastas para las mujeres.
La violación o la utilización “científica” de los casos anecdóticos
Aquellos que ya están convencidos de antemano de los males de la pornografía y que de una manera fácil y expeditiva quieren ofrecer algunas razones con que apoyar sus aseveraciones, acuden rápidamente a los datos de la policía para demostrar la relación existente entre el acto de la violación y el consumo de pornografía. Otro vehículo de publicidad de estos datos es la prensa, cuya información proviene asimismo de la policía o de testimonios judiciales, no dudando en convertir en “hechos” todo aquello que de una manera sensacionalista resulta noticiable. Es el tipo de información que el informe Williams califica de anecdótica, pero que no por carecer de fundamento deja de poseer una amplia influencia en las creencias generales sobre este asunto.
La policía, en tanto que organización que trata con violadores y similares, y cuyo trabajo es una de las fuentes necesarias para la creación de estadísticas, suele constituir un peso pesado a la hora de proporcionar información que favorezca o desmienta el vínculo aquí analizado. Sin embargo, su aparente inclinación a afirmar una relación positiva pornografía-violador-violación no suele ir acompañada de la documentación correspondiente. Es célebre la declaración de J. Edgar Hoover, cuando era director del FBI, acerca de que “la circulación de publicaciones periódicas conteniendo materiales salaces juega una parte importante en el desarrollo del crimen entre la juventud de nuestro país” (23). Estas declaraciones son mencionadas una y otra vez en los más diversos medios, dada la influyente personalidad de quien las hizo y el importante cargo que ocupaba. Sin embargo, el FBI informó a la comisión norteamericana que no recolectaba datos ni tenía estadística alguna relevante en torno a esta cuestión.
Con esta información en la mano, es lógico que dicha Comisión no presentara como “científicos” los datos suministrados por la policía: una encuesta a jefes de policía encontró que el 58% creía que los libros obscenos jugaban un papel significativo en la creación de la delincuencia juvenil. La Comisión inscribe estos datos junto a los de otros colectivos con el fin de demostrar que no hay un consenso entre los norteamericanos en cuanto a su opinión acerca de los efectos de ver o leer materiales explícitamente sexuales. Otros colectivos consultados fueron los de los psiquiatras, psicólogos, educadores sexuales etc., que en su gran mayoría pensaban que estos materiales no tenían efectos perjudiciales en los adolescentes o adultos (24). El mismo tipo de consulta y parecidas opiniones fueron recabadas por el informe británico, con la variante de que algunos de estos profesionales creían que, en la mayoría de los casos, la influencia de la pornografía era beneficiosa y no perjudicial (25). Toda esta información fue clasificada como opinión pero no como datos científicos.
Algunas feministas, en su afán de apoyarse en la “ciencia” para defender su estrategia política, no han dudado en utilizar acríticamente datos de la policía, por muy inconsistentes que éstos fueran, como ya hemos visto, Susan Brownmiller, por ejemplo, en su influyente libro Against Our Will (26) escribe: “El informe mayoritario de la comisión presidencial sobre obscenidad y pornografía intentó descalificar la opinión de las instituciones destinadas a hacer efectivo el cumplimiento de la ley, cuyos miembros sostenían que su propia experiencia cotidiana con implicados en delitos sexuales capturados con este tipo de material les llevaba a concluir que la pornografía constituía un factor causante de los crímenes de violencia sexual. La Comisión mantuvo que no era posible por el momento demostrar de forma científica la existencia o inexistencia de dicha conexión” (27).
En uno de los múltiples estudios impulsados por la Comisión norteamericana se analiza precisamente la percepción que de la pornografía tienen los agentes encargados de hacer efectiva la ley. Las conclusiones más destacadas a que se llegó señalaban que la preocupación de este tipo de personal por la pornografía se agudizaba en los centros urbanos de un cierto tamaña, mientras que decrecía en las comunidades más pequeñas; que dicha preocupación se manifestaba más bien verbalmente, de una manera simbólica, que de forma práctica, es decir, que no se adecuaban los instrumentos necesarios para combatir con efectividad aquello que se condenaba de palabra; y por último, que la acción se dirigía hacia aspectos de la distribución de la pornografía solamente en las raras ocasiones en que ésta parecía cambiar de estrategia y desbordar la situación de tácita tolerancia (28).
Una forma interesada de manejar la información disponible queda de manifiesto en los argumentos de algunos abogados defensores de violadores o similares, que con tal de intentar disculpabilizar a sus defendidos no dudan en achacar a la influencia de la pornografía la comisión del delito. El informe Williams comenta dos casos famosos ocurridos en Inglaterra, uno de violación y otro de asesinato, en los que, tras analizar más en detalle los pormenores del juicio y los caracteres de los inculpados, deduce que en ambos casos la elección del material de lectura y las acciones cometidas contra las víctimas tenían más que ver con los rasgos personales de los acusados que con la pornografía en sí, concluyendo que sería extremadamente arriesgado, afirmar en estas ocasiones que el origen de las ofensas cometidas estribaba en el contacto con la pornografía (29). Otras veces, la relación causal se presenta de una manera aparentemente inocente a través de la prensa, que convierte en noticia una violación precisamente porque puede sacar a relucir por algún lado la presencia de material pornográfico, lo cual convierte en noticiable un tema que de otro modo sería simplemente “rutina”; véase como botón de muestra el siguiente titular de prensa: “Cuatro jóvenes violan a una chica de 16 años después de ver una película pornográfica” (30).
¿Es acaso la pornografía la teoría y la violación su práctica?
Como ya hemos mencionado anteriormente, cualquier iniciativa, al menos en los EEUU, que pretenda utilizar la censura para restringir o prohibir la circulación de pornografía, necesita demostrar la existencia de un daño inmediato y concreto causado por ésta para lograr que este material sea considerado una excepción a la Primer Enmienda a la Constitución, es decir, a las leyes que protegen la libertad de expresión. Por eso hay tantos intereses creados en torno a los resultados de las investigaciones que sobre pornografía y agresiones se llevan a cabo. Tanto el movimiento feminista antipornografía, cuyos intereses comentaremos a continuación, como la derecha conservadora representada por la Comisión Meese (31), han tratado de manipular los resultados de los trabajos de investigación disponibles, afirmando con toda rotundidad la relación causal entre pornografía y violencia contra las mujeres.
A partir de la segunda mitad de la década de los setenta estas feministas comenzaron a afirmar que los nuevos datos producidos por las ciencias sociales, sobre todo por medio de experimentos de laboratorio, refutaban por completo los resultados proporcionados por la Comisión norteamericana “La nueva investigación… indica que el contacto con la pornografía provoca como resultado conductas más agresivas, violentas y sexistas por parte de los espectadores” (32). Por su parte, otras dos feministas, teóricas del movimiento antipornografía, ponen en boca de uno de los principales investigadores a que aquí nos vamos a referir, Edward Donnerstein, que sus experimentos demostraban “una relación causal directa entre el contacto con la pornografía agresiva y la violencia contra las mujeres” (33).
Ambas afirmaciones son rechazadas por el propio Donnerstein: “Uno no debería asumir… que toda la investigación realizada desde la época de la comisión Nixon ha indicado un efecto negativo (del material pornográfico) sobre los individuos. En realidad, más bien al contrario… Una buena parte de la investigación apoya fuertemente la posición de que el contacto con cierto tipo de materiales eróticos puede reducir respuestas agresivas en gente que está predispuesta a la agresión. El lector debería tener en cuenta el hecho de que se ha demostrado que dichos materiales generan muchas clases de efectos” (34). Por otra parte, el mismo autor declaraba a la revista Newsweek: “Nadie puede demostrar un vínculo causal entre el contacto con la pornografía y su efecto sobre la conducta” (35).
Los antecedentes de la nueva investigación de que aquí hablamos fueron los estudios experimentales sobre los efectos que las imágenes violentas aparecidas en los medios de comunicación ejercían sobre las actitudes de los individuos, realizados por autores como A. Bandura y L. Berkowitz, entre otros. Los nuevos estudios, basados en experimentos de laboratorio llevados a cabo por psicólogos como E. Donnerstein y N. Malamuth, ofrecen como novedad el haberse centrado en imágenes consideradas eróticas o pornográficas, incluyendo representaciones simbólicas de sadomasoquismo y violaciones, y el analizar su capacidad para servir de estímulos a las agresiones.
Al decir de algunos, ni a Donnerstein ni a sus colaboradores se les podría denominar con propiedad investigadores del sexo, siendo más bien su área de especialización las fantasías relacionadas con las películas eróticas. Para los sexólogos, así como para la mayoría de los críticos, resulta difícil aceptar las limitaciones comunes a estos estudios, similares por lo demás a la metodología experimental de laboratorio en ciencias sociales (36). Entre tales limitaciones cabe destacar la que apunta a que no hay razón para suponer que la conducta que tiene lugar en un laboratorio de psicología de una universidad encuentra su traducción en la vida real, donde concurren multitud de factores que no se pueden crear artificialmente y que son los que conforman el contexto en el que los comportamientos se dan. Pero es que resulta difícil, incluso en el laboratorio, identificar una única causa de una conducta. Como veremos seguidamente, un mismo resultado puede ser interpretado de muy diferentes maneras.
Por otra parte, los sujetos de dichos experimentos, que suelen ser estudiantes de los primeros cursos de psicología pueden, de una parte, no ser representativos de la población en general y, de otra, estar al tanto de lo que se espera de ellos en los experimentos y condicionar así su respuesta. Por ejemplo, los estímulos que más a menudo se usan en los estudios sobre la pornografía de carácter agresivo simulan violaciones y/o sadomasoquismo. Medir la excitación sexual en respuesta a estímulos agresivos presenta algunos problemas. Los resultados se suelen obtener de dos formas: por medio de cuestionarios rellenados por los propios sujetos después de la experiencia, así como con la medición de la presión sanguínea y de la tumescencia del pene, esta última por medio de un aparato que se coloca alrededor del mismo, el plethysmograph. Es muy común, al parecer, que la aplicación de dicho aparato produzca un efecto de excitación sexual añadido al normal del individuo. Por otra parte, los estudiantes saben lo que resulta socialmente aceptable y pueden mostrarse reacios a informar si acaso se excitan con pornografía que presenta violaciones y/o sadomasoquismo (37).
Otra crítica que merecen estos trabajos es la de que no se ha controlado en ellos las opiniones y actitudes de los individuos sobre los roles sexuales. Estos estudios asumen que el sujeto es un libro en blanco, cuando por el contrario, resulta casi axiomático decir que los efectos sobre las actitudes producidas por los medios de comunicación en los individuos dependen en gran medida de las predisposiciones sociales y psicológicas que aquéllos aportan. O dicho de otro modo: a través, sobre todo, del filtro de la socialización en los roles sexuales, tanto adultos como niños aprenden las normas específicas de actuación sexual y las actitudes sexuales que se espera de ellos.
Como crítica más general, Susan Gray comenta que la agresión contra las mujeres representa una medida más –muy grave, es cierto- de la conducta en que se traduce la dominación masculina sobre las mujeres, y con seguridad, una de las más transparentes. Hubiera sido mucho más difícil medir la relación entre, digamos, la pornografía y el papel de la mujer en la toma de decisiones dentro de la familia, o entre la pornografía y la posición económica de las féminas. Hay muchas más variables envueltas en dichas complejas relaciones. Cree esta autora que por semejantes dificultades buena parte de la reciente investigación se ha centrado en actos aislados de agresión dentro de una situación de laboratorio (38).
Con todo, y a pesar de las deficiencias, este tipo de investigación plantea nuevas e importantes cuestiones: ¿conduce el contacto con la pornografía que presenta violaciones y/o imágenes de sadomasoquismo a una excitación sexual? ¿Produce este contacto fantasías hostiles a las mujeres? ¿O agresiones contra las mismas?
Los primeros resultados de los estudios realizados por autores como Malamuth y Donnerstein apuntaban a que los hombres, en condiciones normales, no se excitan sexualmente (medido de la forma que indicamos anteriormente) con imágenes de violación y/o sadomasoquistas. El siguiente paso de sus investigaciones consistió en el intento de descubrir bajo qué circunstancias las inhibiciones ante estas imágenes, producidas como resultado del aprendizaje de los roles sexuales, pueden perder su fuerza.
Citaremos sólo un ejemplo del tipo de experimentos realizados y de la interpretación de los resultados. Donnerstein y Berkowitz (39) dividieron a 80 estudiantes varones en grupos de 20. Cada grupo vio una película: dos de ellos vieron una película que contaba la violación de una chica por parte de una pandilla, pero en una de ellas la víctima, tras una protesta inicial, disfrutaba de la agresión sexual, y en la otra, vista por el otro grupo, la víctima experimentaba dolor y no gozaba con la violación. A continuación se creó una situación en la que se provocó la cólera de los sujetos estudiados por parte de unas mujeres, que estaban de común acuerdo con los investigadores. El resultado mostró que los estudiantes se comportaban de manera más agresiva (administrando falsos shocks eléctricos, que ellos pensaban reales) tras haber visto el film en que la víctima gozaba con la violación.
Según los autores, este resultado apoya la opinión de que los hombres normalmente se encuentran inhibidos para realizar actos de violación, pero si pueden ser persuadidos de que las mujeres disfrutan con ello, las inhibiciones pueden desaparecer. Además, la responsabilidad de sus actos puede quedar disminuida antes sus ojos, ya que pueden elaborar el mecanismo de “acusar a la víctima” (blaming the victim), dado que si las mujeres parecen gozar con el acto, es lógico deducir que ellas mismas les buscarán a ellos o les provocarán para que lo cometan.
Problemas metodológicos y de interpretación aparecen enseguida (40). El propio Donnerstein, citando a otro autor, asume que “los estudios de laboratorio que deliberadamente disminuyen las restricciones contra las agresiones pueden ser vistos como constituyentes de una inversión del proceso normal de socialización. Después de que se ha provocado la cólera en un sujeto, se le permite (en realidad se le dice) que ataque a su adversario. La víctima no emite ninguna muestra de dolor… y el sujeto aprende que, en esta situación de laboratorio, la agresión está permitida y socialmente aprobada (perdonada por el investigador)” (41).
Por otra parte, señala McCormck, si la violación, como las feministas han venido sosteniendo, consiste en un acto de agresión que pretende producir dolor, no placer, entonces los resultados de esta investigación no apoyan la interpretación de sus autores. Siendo el objetivo de la violación causar daño a una mujer, lo lógico es que los “violadores potenciales” (los sujetos de laboratorio) gozaran más con las imágenes que presentan a una mujer que sufre, y sin embargo, ocurre lo contrario. Los resultados sugieren, más bien, según McCormack, que el hombre medio no se desinhibe tan fácilmente –es decir, disfruta más con la pornografía en la que se muestra lo contrario a la realidad-, y que los hombres inclinados a violar reaccionan de manera diferente en la vida real de lo que la pornografía presenta, es decir, disfrutan con el sufrimiento y el miedo de las personas por ellos agredidas. Y aun cuando en investigaciones anteriores se atribuía a los violadores problemas de culpabilidad en relación con la sexualidad y las mujeres (ver Goldstein y Kant), este nuevo enfoque destaca sobre todo el efecto que la ausencia de inhibiciones produce en este tipo de individuos. De cualquier forma, estos hombres actúan de forma diferente a la mayoría de los varones, que pueden sentir una fuerte hostilidad hacia las mujeres y sin embargo no expresarla por medios violentos.
Estos argumentos cuestionan la creencia sostenida por numerosas feministas desde Susan Browmiller en adelante, de que todos los hombres son violadores potenciales porque su propia naturaleza, tanto física como psíquica, les predispone a ello. Por otra parte, la opinión pública puede estar cambiando en relación con los mitos sobre la violación, gracias en buena parte al movimiento feminista, pero no parece que los violadores hayan necesitado nunca de esos mitos para llevar a cabo sus actos (42). Si las feministas hablan de los mitos sobre la sexualidad y, más en concreto, sobre las violaciones promovidas por la pornografía, también ellas pueden estar cayendo en otros nuevos mitos al expresar que los violadores se alimentan de y utilizan estas creencias para realizar sus actos. Más bien parece que estas fantasías de víctimas que gozan mientras son violadas, tan presentes en la pornografía, forman parte de la ideología sexista y misógina dominante, pero no determinan la comisión de actos de violencia contra las mujeres. Un estremecedor relato por parte de la feminista Kate Ellis (43) pone en primera persona lo que aquí estamos tratando de expresar: “Comenzaré con la conclusión a la que he llegado como resultado de mi experiencia en tanto que víctima de un asalto de tipo violento y sexual: el hombre (en este caso eran dos jóvenes con una pistola) no lo hizo basado en noción alguna de que yo realmente lo deseaba. Estos chicos, que me siguieron hasta mi vestíbulo, me pusieron una pistola calibre 38 en la cabeza, me introdujeron los dedos en mi vagina (buscando joyas, dijeron), y finalmente me pegaron un tiro en el pulmón por gritar cuando me arrebataron el portamonedas… no se encontraban bajo la ilusión (derivada de la pornografía o de cualquier otro lugar) de que yo disfrutaba siendo tratada de esa manera” (44).
Por su parte Susan Gray, ante el resultado de que para los hombres suele ser más excitante una escena de violación si la mujer acaba gozando que si sólo experimenta dolor, comenta que el hecho de que se presente a la mujer disfrutando desvía en parte el aspecto de violencia del acto. Además, no deja de tener su lógica que la imagen de una mujer que no cesa de luchar y de llorar mientras es violada, resulte más inhibitoria que aquella en la que se ofrece un happy end a la misma historia. Por añadidura, en el caso de imágenes sadomasoquistas no es fácil distinguir si lo que excita es la violencia presente o el tabú inherente a estas conductas (45).
Dicha autora, que por lo demás hizo una revisión amplia de este tipo de trabajos, llegó a la conclusión de que el origen de las actitudes masculinas agresivas de que se habla en ellos es más bien resultado de una profunda rabia (anger) masculina contra las mujeres que de la pornografía misma. Una prueba de ello es que algunos hombres que sienten de esta manera crean su propia pornografía o utilizan cualquier material a mano para crearla en su cabeza. Como señala Fred Berger, cualquier cosa es capaz de ser convertida en obscena si así es manipulada por la personalidad de quien la ve (46). En el informe Williams se cita el caso de un paciente psiquiátrico que inventaba sus propias historias pornográficas (47). O como indica Nicholas Groth, que dirige el programa de delincuentes sexuales en el Instituto Correccional de Connecticut: “Hemos tenido hombres que se excitaban muchísimo mirando los anuncios de ropa interior infantil de los grandes almacenes Sears-Roebuck, lo cual no convierte al catálogo de estos grandes almacenes en una revista de porno infantil” (48). De hecho, y según los resultados de los experimentos, quienes no habían sido previamente encolerizados por una mujer no manifestaban actitudes agresivas. De resultas de ello deduce Gray que “los objetivos de un cambio social estarían mejor servidos si nos fiáramos en la fuente de esta rabia masculina contra las mujeres, buscando la manera de que aprendieran a manejarse con ella, que si nos centramos en la pornografía” (49).
Según podemos observar, por tanto, el feminismo antipornografía ha seguido por lo general un modelo de tipo conductista, planteando un tanto burda y linealmente que los hombres reproducen en la vida real las imágenes que ven o leen en la pornografía. Otro aspecto ya mencionado de este modelo consiste en pensar que la respuesta de los hombres a la pornografía sigue un orden ascendente, de menos a más: que la contemplación de la pornografía blanda lleva inevitablemente a consumir la llamada pornografía dura (50). El incremento de esta última se explica, a su vez, teniendo únicamente en cuenta la reacción anti-feminista creada a partir de los años setenta, y excluyendo como posible con-causa de este incremento, entre otros factores como la orientación consumista del capitalismo y los nuevos procedimientos técnicos, la aparición de una forma de entender la sexualidad más abierta y menos tabú de resultas de la revolución sexual y los movimientos gay y de mujeres (51). Además, nada hace suponer que desde el punto de vista de la objetualización y comercialización de las mujeres, sean más peligrosas las imágenes de la pornografía dura que las de la blanda (52).
Incluso en el caso de que se pudiera comprobar que la forma en que se ha cometido un delito “imitaba” las imágenes pornográficas, “el dar a una persona que está predispuesta a cometer un delito una idea sobre una forma particular de realizarlo es realmente muy diferente a inculcar la idea primigenia” (53). El informe Williams cita de hecho casos en que se ha alegado la influencia causal, no sólo de la pornografía, sino de películas de carácter general o incluso de obras literarias (54). En todos estos casos se olvida continuamente que la familia, la educación, el entorno socio-cultural, las propias experiencias del individuo, la influencia religiosa, amén del poder de los medios de comunicación, configuran la conducta final de una persona, y no únicamente un factor aislado, como se nos pretende hacer creer de forma harto simplista.
Hay que tener igualmente en cuenta el importante papel que juegan los factores situacionales en las agresiones contra las mujeres, porque “mientras factores culturales tales como la pornografía agresiva pueden aumentar las tendencias de algunos hombres en el mismo sentido, la manifestación de las respuestas agresivas puede estar fuertemente regulada por diferentes variables internas y externas (esto es, variables situacionales)” (55). Cuenta Sara Diamond la distinta reacción masculina, en contextos diferentes, ante un mismo material pornográfico de tipo violento. En una presentación realizada por el movimiento antipornografía en Canadá, aquellos que contemplaron el material pornográfico, incluyendo periodistas varones, reaccionaron con disgusto ante las imágenes. El marco habitual de un cine porno –donde sólo se reúnen hombres por lo general- se había trastocado. Como contraste, una periodista mostró en otro momento el mismo material a sus colegas masculinos en la salda de noticias, donde ella era la única mujer. Los periodistas se metieron con ella y minimizaron su malestar. “En el primer caso –concluye Diamond- el potencial de los hombres para identificarse con las mujeres se acentuó y produjo resultados positivos. En el segundo, el miedo de los varones a romper la identificación masculina se llevó lo mejor que había en ellos” (56). La vida real es muy diferente a la situación de un laboratorio.
Otra cosa que se suele olvidar por quienes sólo tienen en cuenta el análisis de contenido es el estudio de la audiencia, de quiénes son los consumidores de pornografía. Su reacción dependerá del bagaje que cada cual aporte a este acto, como subrayan los que entienden la comunicación como un proceso interaccional. El que a una persona le divierta o le repela lo que ve, que la pornografía reciba la consideración de peligrosa o inofensiva, que colme ciertas fantasías o sirva de estimulante a una conducta antisocial, sólo puede calibrarse, entre otros factores, tenemos en cuenta al público consumidor.
Resumiendo
Cualesquiera que sean los resultados de las investigaciones sobre la relación entre pornografía y actitudes violentas, parece claro que el grado de aceptación o rechazo de los mismos dependerá de las concepciones que se sustenten sobre la sexualidad, y del modelo teórico que, explícita o implícitamente, se adopte. En las discusiones propiciadas por estas investigaciones subyacen a menudo concepciones contrapuestas en dependencia de posturas conductistas o psicoanalíticas, o relativas a la naturaleza de la así llamada “desviación social”, como hemos visto reflejado en las polémicas sobre el asunto de la violación.
Por supuesto que la consideración de que no está suficientemente demostrada (y acaso no haya una forma contundente de demostrarla) la conexión directa entre pornografía y violencia, no significa negar la necesidad de realizar una crítica cultural de ciertos aspectos de la pornografía. Si se llegara al caso de una demostración fehaciente de que no hay ni puede haber tal conexión entre pornografía y violencia, ello no tendría por qué legitimarla sin más. Quizás la mayoría de los que la consumen no cometan jamás un abuso sexual contra una mujer, pero la influencia de una imagen negativa de las mujeres sobre la mentalidad de tales consumidores sí puede ser perjudicial, por discriminatoria para éstas.
Pero convendría igualmente –tal y como asimismo manifiestan Vance y Snitow- establecer las diferencias entre las manifestaciones agresivas de la pornografía y la pornografía en general, entre pornografía y sexualidad, y entre sexualidad y violencia. La ecuación pornografía=sexualidad masculina=violencia contra las mujeres conduce, en una pendiente resbaladiza, a un modelo esencialista de diferenciación de los sexos. Ello supondría una vuelta atrás en el cuestionamiento de una tan rígida como pacata concepción del mundo, cuya denuncia tendría que asumir el feminismo –si de veras desea luchar por hacer dueñas de la propia sexualidad a las mujeres- como una de sus principales tareas.
NOTAS
1. Edwin M. Schur, Labeling Women Deviant. Gender, Stigma and Social Control , Nueva York: Random House, 1984, p 176. El informe de la citada Comisión se titular The report of the Commission on Obscenity and Pornography, Bantam Books, 1970.
2. Attorney General´s Commission on Pornography, Final Report, 2 vols., Washington D.C.: U.S. Government Printing Office, 1986. Para una visión detallada sobre los planteamientos y las actuaciones de dicha comisión, véase el artículo de Carole Vance en el presente volumen.
3. Bernard Williams, director, Report of the Comité on Obscenity and Film Censorship, Londres: Her Majesty´s Stationery Office, 1979, 2ª impression, 1980. Para diferenciarlo del informe norteamericano, lo designaremos de ahora en adelante como informe británico, o también informe Williams, por el nombre de su director.
4. The Report…, op. cit., p.1.
5. Convocada por el presidente Johnson, la Comisión acabó sus trabajos bajo la presidencia de Nixon.
6. W. Cody Wilson, “Pornography: the Emergente of a Social Sigue and the Beginning of a Psychological Study”, en W. Cody Wilson y Michael J. Goldstein, “Pornography Attitudes, Use, and Effects”, The Journal of Social Issues, vol. 29, nº 3, 1973, pp. 7-18.
7. The Report of the Commission…, op. cit., p.32.
8. Según se desprende de estas investigaciones, la violencia física observada por los espectadores suele enfrentar a los hombres entre sí más que a hombres y mujeres. Thelma McCormack, “Machismo in Media Rsearch on Pornography: a Critical Review of Research on Violence and Pornography”, Social Problems, 25, julio de 1978, pp. 544-55, y “Making Sense of Research on Pornography”, en Varda Burstyn, comp., Women against Censorship, Vancouver: Douglas & McIntyre, 1985.
9. The Report of the Commission…, op.cit., p. 31.
10. Bert Kutchinsky, “The Effects of Easy Availability of Pornography on the Incidence of Sex Crimes: the Danish Experience”, in Wilson y Godstein, comps., op. cit., pp. 163-81.
11. Bernard Williams, director, op. cit., pp. 80-5.
12. J. H. Court, “Pornography and Sex Crimes: a Reevaluation in theLight of Recent Trends Around the World”, International Journal of Penology and Criminology, 1977, 5, pp. 129-57.
13. Lo que sigue se basa fundamentalmente en la revision que sobre este tipo de investigaciones, y en particular sobre la polémica en el caso de Dinamarca, realizó la comisión británica.
14. Véase John H. Court, “Sex and Violence: a Ripple Effect”, en Neil Malamuth y Edward Donnerstein, comps., Pornography and Sexual Aggression, Academic Press, 1984, pp. 143-72.
15. Véase también James Q. Wilson, “Violence, Pornography and Social Science”, The Public Interest, nº 22, invierno de 1971, pp. 45-61.
16. Ibíd., p.58.
17. Citado en Philip Nobile y Eric Nadler, United States of America vs. Sex. How the Meese Commission Lied About Pornography, Nueva York: Monotaur Press, 1986, pp.74-6.
18. ACLU, (American Civil Liberties Union), Polluting the Censorship Debate. A Summary & Critique of the Final Report of the Attorney´s General Commission on Pornography. Public Policy Report, julio de 1986, pp.78-9.
19. Michael S. Goldstein y Harold S. Kant, Pornography and Sexual Deviance, University of California Press, 1973.
20. Datos tomados del libro anteriormente mencionado y del artículo de Michael S. Goldstein, “Exposure to Erotic Stimuli and Sexual Deviance”, en Wilson y Godstein, comps., op. cit., pp.197-219.
21. ACLU, op. cit., p.81. Es una lástima que no se citen las fuentes de esta información.
22. Thelma McCormack, “Making Sense…”, op. cit., P.192.
23. Declaraciones de Hoover en 1956 aun Subcomité del Senado para la investigación de la delincuencia juvenil, citado por W. Cody Wilson, “Pornography: the Emergente…” op. cit., pp. 13-4.
24. The Report…, op. cit., p.27.
25. Bernard Williams, director, op. cit., p.63.
26. Susan Brownmiller, Against Our Will: Men, Women and Rape, Nueva York: Bantam Books, 1975, 1981.
27. Ibíd., p.444. Fred Berger, por su parte, señala el doble patron utilizado por Brownmiller, al conceder un gran peso a las opinions de los defensores de la ley en el tema de la pornografía pero cuestionándolas cuando se trata del tema de las violaciones. Fred R. Berger, “Pornography, Sex, and Censorship”, en Richard A. Wasserstrom, comp, Today´s Moral Problems, Nueva York: Macmillan Publishing Co., 1979 (2ª ed.), p.354.
28. W. Cody Wilson, “Law Enforcement Officer´s Perceptions of Pornography as a Social Issue”, en Wilson y Goldstein, comps., op. cit., pp.41-51.
29. Bernard Williams, director, op. cit., p.62. En El País de 28 de febrero de 1985 apareció una noticia sobre la condena de un sádico sexual en el Reino Unido que esgrimía como defensa que “había contraído la sed de sexo como consecuencia de su afición a los vídeos de porno duro”.
30. El País, 10 de octubre de 1984.
31. Véase el artículo de Carole S. Vance en la presente edición.
32. Nota introductoria al trabajo de Diana E. H. Russell, “Pornography and Violence: Wath Does the New Research Say?”, en Laura Lederer, comp., Take Back the Night, Nueva York; Williams Morrow, 1980, p.218.
33. Cita literal perteneciente a la breve semblanza biográfica del psicólogo Edward Donnerstein, incluida en la información escrita que se envió como invitación a una rueda de prensa en diciembre de 1983, con motivo del intento de Catharine MacKinnon y Andrea Dworkin de modificar la legislación sobre los derechos civiles en la ciudad de Minneapolis, a fin de que se incluyera bajo este epígrafe una legislación antipornografía. Información obtenida por cortesía de Catherine MacKinnon.
34. “In the United Status Court of Appeals for the seventh circuit”, Nº 8-3147, American Booksellers Association, INC et al., Plaintiffs-Appellees v. William Hudnut III et al., Defendants-Appellants. On Appeal from the United States District Court for the Southern District of Indiana. Brief Amici Curiae of Feminist Anti-Censorship Taskforce et al., Nan D. Hunter y Silvia A. Law, p.19.
35. Citado por Michael Kimmel, compilador del número titulado “Men Confronting Pornography” de la revista Changing Men: Sigues in Gender, Sex, and Politics, nº 15, otoño de 1985, p.4.
36. Philip Novile y Eric Nadler, op. cit., pp.79 y 83.
37. Susan H. Gray, “Exposure Pornography and Agresión Toward Women: the Case of the Angry Male”, Social Problems, vol. 29, nº 4, abril de 1982, pp. 387-98..
38. Susan Gray, Ibíd., p.389.
39. Edward Donnerstein y Leonard Berkowitz, “Victim Reactions in Aggressive Erotic Films as a Factor in Violence Against Women”, Journal in Personality and Social Psychology, 1981, 41, nº 4, pp. 710-24.
40. Buena parte de estas críticas están basadas en los trabajos de Thelma McCormack, “Manking Sense…”, op. cit. y de Susan H. Gray, op. cit.
41. M. B. Quanta, “Aggression Catarsis: Experimental Investigations anda Implications”, en R. Geen y E. O´Neal, comps., Perspectivas on Aggression, Nueva York: Academia Press, 1976, p.126, citado por Donnerstein en Malamuth y Donnerstein, comps., op. cit., p.60. Lo curioso es que Donnerstein cita el presente texto con el fin de demostrar las bondades de este tipo de experimentos para medir posibles conductas agresivas, bondades que más bien parecen defectos al reflejar aquello que comentábamos más arriba acerca de la dificultad de trasladar a la vida real los resultados del laboratorio, que aquí se dice expresamente que representan “una inversión del proceso normal de socialización”.
42. Thelma McCormack, “Making Sense…”, op. cit., p.194.
43. Autora, entre otros, del artículo “I´m Black and Blue from the Rolling Stones and I´m not Sure How I Feel about It: Pronography and the Feminist Imagination”, Socialist Review, nº 75 & 76 , vol.14, nº 3 & 4, mayo-agosto de 1984, pp.103-25.
44. Kate Ellis, “No Sexuality Without Representation: A Feminist View”, en Michaell Kimmel, comp., Changing Men, op. cit., pp.13-14.
45. Susan Gray, op. cit., pp.389-90.
46. Fred R. Berger, op. cit.
47. Bernard Williams, director, op. cit., p.63.
48. Citado por Richard Stengel, “Sex Busters” Time, 21 de julio de 1986, p.15. Quienes hayan leído la novela o visto la película La naranja mecánica recordarán la parte en que se nos muestra al protagonista beatíficamente sentado en la biblioteca de la prisión leyendo pasajes de la Pasión, bajo la mirada aprobadora del cura, mientras lo que en realidad se imagina es a sí mismo convertido en el centurión que daba los latigazos a Jesucristo.
49. Susan Gray, op. cit., p.393.
50. La idea de que el consume de la pornografía blanda lleva inexorablemente al consumo de la pornografía dura se parece al razonamiento falaz de que el uso de la droga blanda conduce fatalmente a las drogas duras.
51. Sara Diamond, “Pornography: Image and Reality”, en Varda Burstyn, comp., op. cit., p.48.
52. Edwin M. Schur, op. cit., p.179.
53. Bernard Williams, director, op. cit., P.62.
54. Dicho informe menciona las protestas habidas contra la ya citada película La naranja mecánica como incitadora de la violencia, protestas del mismo signo que las que provocó en su tiempo la obra de Goethe Las desventuras del joven Werther, acusada de incitadora al suicidio. El informe añade que hay gente que puede disfrutar perversamente leyendo historias sobre las atrocidades nazis, o incluso con pasajes de la Biblia. Un caso muy conocido de imitación de la conducta es el de los niños/as que se han lanzado por una ventana pretendiendo volar como Superman. A principios de 1989 se proyectó en televisión española la película Las aventuras de Tom Sawyer, y a los pocos días unas adolescentes de Zaragoza decidieron escaparse de su casa para correr aventuras, tal y como hacía Tom Sawyer en la película. Hubo voces que clamaron contra el film, porque fíjese usted a lo que pueden inducir esas imágenes televisivas. ¿Justifica ello la supresión de estos textos/imágenes?
55. Neil M. Malamuth, “Aggression Against Women: Cultural and Individual Causes”, en Malamuth y Donnerstein, comps., op. cit., p.35.
56. Sara Diamond, “Pornography: Image and Reality”, en Varda Burstyn, comp., op. cit., p.46.
OSBORNE, R. (1990): “¿Existe una relación causal entre pornografía y violencia?” en Calderón, M. y Osborne , R. (eds.); Mujer, sexo y poder. Aspectos del debate feminista en torno a la sexualidad, Madrid: Proyecto “Mujer y poder”, Instituto de Filosofía, CSIC, Fórum de Política Feminista, Comisión Antiagresiones del Movimiento Feminista, ISBN: 84-600-7366-1, 91pp., págs.: 63-90.
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